18 ago 2010

Tatuajes de viento (fragmento)

La mujer, luego de humedecer la punta de sus dedos, se persigna. Una genuflexión, tres pasos cortos, una tos suave que se repite mil y una veces antes de perderse en el silencio de los muros. La iglesia vacía, cien bancas, veinte santos, la luz del sol encendiendo las siluetas sacras de los vitrales, filtrándose por las figuras de colores, desvaneciendo las sombras que se pierden entre el humo del incienso. Jesús en treinta poses diferentes, diez poses de María, la mujer y su única pose, como en el primer encuentro cuando la tentación erizó la punta de sus senos con un beso en el cuello: las manos bajaban por sus hombros pequeños y lisos arrancándole la camisa, con los labios le sobaba la espalda desnuda y atravesaba toda su piel con el tartamudeo de lo prohibido. Se detuvo cuando sintió que los senos temblaban más por deseo que por temor, se aferró a la carne de su cintura estrecha apretándola contra su cuerpo. Puso el miembro erecto contra sus nalgas firmes, y comenzó a hurgar por entre los resortes y las telas que cubrían la pureza humedecida. Un ardorcito, dos dedos, tres minutos, un gemido. Tres manos, la pelea, el placer, una campana que se desdobla, dos cuerpos que ruedan, una pureza que llora de deseo y de locura, una cadena que se rompe, que se amplía, que se ríe del deseo y la locura. Un orgasmo. El silencio, la derrota, la incertidumbre. Sube al púlpito, gira su cabeza y, levantando la vista, reconoce la inmensidad de aquel lugar sagrado. Suspira. Se oyen pasos tras ella. Se vuelve. Un nuevo suspiro se le escapa en medio de una sonrisa como para negar el sonido innecesario de las voces. El hombre que sale de la sacristía comprende el gesto y extiende su mano en silencio. La mujer responde con una mirada de soslayo hacia el redentor, y se pierde tras las cortinas con el hombre. La mañana es tibia, apacible.


Víctor Raúl Jaramillo


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